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martes, 10 de diciembre de 2013

creencias en el oro maldito


El oro recogido por los españoles en Cajamarca y el Cuzco, no obstante su caudalosidad, no fue sino una mínima parte de la riqueza incaica. "No fue sino muy pequeña parte de lo que de estos tesoros vino en poder de los españoles", afirma el padre Cobo. "La mayor parte de sus riquezas–dice Garcilaso– la hundieron los indios, ocultándola y enterrándola de manera que nunca más ha parecido". Y Cieza refería que Paullo Inca le dijo en el Cuzco que, "si todo el tesoro de huacas, templos y enterramientos se juntase, lo sacado por los españoles haría tan poca mella, como se haría sacando de una gran vasija de agua una gota della", o de una medida de maíz un puñado de granos. Los españoles se llevaron el oro de los templos y palacios que los indios no alcanzaron a esconder, pero no vislumbraron la enorme riqueza sepultada en las tumbas. El hombre del Incario se preocupó tanto o más de la morada eterna que de la provisoria de la vida. En el Perú antiguo hubo más necrópolis que ciudades y estas ciudades estaban plenas de tesoros maravillosos. Los señores y caudillos se enterraban con todo su atuendo de mantas lujosas, vajilla de oro y plata, joyería de perlas, turquesas y esmeraldas, ollas y cántaros de barro y de oro. Se creía que quien no llevaba mucho a la otra vida, lo pasaría muy pobre y desabridamente. Había que pagar, como en el mundo clásico europeo, el pasaje a Carón, el barquero de las tinieblas.
Desde el día siguiente de la conquista surgen las leyendas de tesoros ocultos que alucinan a tesauristas empeñosos y a aventureros de la imaginación. Tras del resonante desentierro del tesoro del cacique de Chimú y de la huaca de Toledo, crece la fiebre funeraria de los conquistadores vacantes. Se habla de los tesoros enterrados en Pachacamac, del tesoro de Huayna Cápac enterrado en el templo del Sol, de los de Curamba y de Vilcas, de los tesoros de doña María de Esquivel y de la cacica Catalina Huanca en el cerro del Agustino, veinte veces perforado inútilmente por los huaqueros.
El poder moral de los frailes reacciona contra la profanación de tumbas y aparece la admonición de fray Bartolomé de las Casas, que defiende los cuerpos y las almas de los indios en De Thesauris qui reperientur in sepulchrum Indorum, y el implacable papel Duda sobre los tesoros de Caxamalca que incita a los encomenderos y dueños de tesoros, minas y heredades, a recibir la ceniza sobre la frente y devolver lo arrebatado a los indios so pretexto de idólatras y enemigos de Dios. Está próximo el arrepentimiento y la baladronada póstuma del testamento de Mancio Serra de Leguísamo y las mandas contritas de Francisco de Fuentes en Trujillo, azuzado por su confesor, para devolver todo el oro manchado con la sangre de Atahualpa. Va llegando la hora prevista por Gómara para los que mataron al Inca, en que, castigados por el tiempo y sus pecados, acaben mal.
Ninguno de los tesoros famosos clamoreados en el siglo XVI apareció ante sus pesquisadores. No hallaron el tesoro de Huayna Cápac el tesorero de Arequipa, ni sus socios fray Agustín Martínez y Juan Serra de Leguísamo, autorizados por cédulas reales de 1607, 1608 y 1618, para excavar en el templo del Sol en pos de sus ilusos derroteros. Tampoco pudo nadie llegar a la cumbre nevada del Pachatusan, donde 300 cargas de indios Antis, portadores de oro en polvo y en pepitas, fueron enterrados por orden de Túpac Yupanqui. Ni la plata y el oro sepultados por los indios de Chachapoyas o los de Lampa, que escondieron los caudales que conducían 10 mil llamas y que buscaba aún en la hacienda Urcunimuri, en 1764, un soñador autorizado por el Virrey. Hay una estampa de la época que podría iluminarse con la luz dudosa de un candil, en la que un individuo vendado es conducido a una cueva en que el oro está tirado por los suelos en tinajas, cántaros y alhajas de todo género, que un cacique generoso pone a su disposición.

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