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martes, 10 de diciembre de 2013

sangre en el tesoro inca


Otras riquezas sustituyen al oro en el siglo XIX, caudillesco y republicano. Como en el Incario o en la Colonia, el Perú volvió a disfrutar de una riqueza fácil, corruptora de su disciplina social y política y extinguible a corto plazo. Como los conquistadores derrocharon el oro indio del botín y lo despilfarraron en el juego, en la rivalidad enconada y sangrienta, en la inercia destructora o en el boato imprevisor y ostentivo, los caudillos republicanos jugaron también el destino de la República en el tapete verde de las salas de Rocambor, en la estulticia y falta de plan gubernativo, en la guerra civil implacable y anarquizadora, en los derroches presu-puestales y suntuarios de la Consolidación y en la megalomanía de los empréstitos y de las obras públicas, mientras en el horizonte se acentuaba una amenaza internacional. Llegamos incluso, en el país proverbial del oro y la plata, al absurdo paradojal del papel moneda. El guano, decía don Luciano Benjamín Cisneros, ha sido acaso la maldición del Perú. "Sin esa riqueza fácil habríamos sido sobrios, laboriosos y fecundos, en vez de pródigos e imprevisores". Del guano provinieron, como del oro incaico o la plata virreinal, la fiebre del dinero y la hidropesía de la opulencia burguesa.
Pero, no obstante estas vicisitudes y contrastes, el oro no dejó tan sólo desconcierto y corrupción. El oro tiene, entre sus virtudes míticas, la de buscar la perfección y desarrollar un sentimiento de confianza y orgullo en el que se esconde un propósito egregio de prevalecer contra el tiempo y las fuerzas de destrucción.
El oro tuvo en el Perú, desde los tiempos más remotos, una función altruista y una virtualidad estética. En el Incario el oro libertó al pueblo creyente y dúctil de la barbarie de los sacrificios humanos y elevó el nivel moral de las castas, ofreciendo a los dioses, en vez de la dádiva sangrienta, el cántaro o la imagen de oro estilizados, fruto de una contemplación libre y bienhechora, con ánimo de belleza. El oro tuvo, también, una virtud mítica fecundadora y preservadora de la destrucción y la muerte. En la boca de los cadáveres y en las heridas de las trepanaciones colocaban los indios discos de oro para librarlos de la corrupción. El oro acumulado durante cuatro siglos en las cajas de piedra de seguridad del Coricancha, con un propósito reverencial y suntuario, fue a parar, a través de las manos avezadas al hierro, de soldados que se jugaban en una noche el sol de los Incas antes de que amaneciese, a los bancos de Amsterdam, de Amberes, de Lisboa y de Londres. No fue nunca el dinero, el oro acumulado, inhumano, utilitario y cruel. Fue "el tesoro", conjunto mágico, cosa soñada e innumerable, suscitadora de aventuras y hazañas. En el Virreinato español la plata no se convirtió, tampoco, en negocio y dividendo, sino que afloró en el altar, en el decoro doméstico o en el alarde momentáneo de la procesión, en la cabalgata o el séquito barroco del Virrey o del Santísimo Sacramento. Por imposición de su medio, el Perú tuvo oro y esclavos –como denostó Bolívar, en su carta de Jamaica–, que produjeron anarquía y servidumbre y el peruano de la República, como el indio fatalista y agorero y como el conquistador ávido y heroico, no tuvo cuenta del mañana y se entregó al azar y a la voluntad de los dioses, con espíritu de jugador, hasta que la fortuna se cansó de sonreírle. Surgió entonces la comparación del humanista europeo, que llamó al Perú, un "mendigo sentado en un banco de oro".
El recuerdo legendario de su arcaica grandeza, que se trasunta en la imagen del cerco y los jardines de oro del Coricancha, o en las calles pavimentadas con lingotes de plata de la Lima virreinal, dejó en el ser del Perú, junto con la conciencia de una jerarquía del espíritu que, como el oro, no se gasta ni perece, una norma de comprensión y amistad que brota de la índole generosa del metal y es el quilate-rey de su personalidad y señorío.

las minas en la epoca colonial

LAS MINAS COLONIALES
Pasado el deslumbramiento de los botines del oro de Cajamarca y del Cuzco y de los entierros famosos, los economistas modernos tratan de enfriar aquella emoción única. Garcilaso y León Pinelo habían ya reaccionado, enunciando la tesis de que las minas del Perú y el trabajo sistematizado de ellas habían dado a España más riquezas que las de la conquista. El Inca Garcilaso asegura que todos los años se sacan, para enviarlos a España, "doce o trece millones de plata y oro y cada millón monta diez veces cien mil ducados".
En 1595, dice el mismo Inca, entraron por la barra de San Lúcar treinta y cinco millones de plata y oro del Perú. Y León Pinelo, con los libros del Consejo de Indias en la mano, dice que en el Perú se labraban, a principios del siglo XVII, cien minerales de oro y que en ellos se habían descubierto dos minas de cincuenta varas, de otros metales. Es el momento del apogeo de la plata. Las minas de Potosí dieron de 1545 a 1647, según León Pinelo, 1674 millones de pesos ensayados de ocho reales. Cada sábado daban 150 ó 200 mil pesos, dice el padre Acosta. El padre Cobo escribía hacia 1650: "Hoy se saca cuatro veces más plata que en la grande estampida de la conquista". Las minas del Perú y Nuevo Reino dieron, en el mismo lapso, 250000 000 pesos. La mina de Porco daba un millón cada año, la de Choclococha y Castrovirreyna 900 mil pesos ensayados, la de Cailloma 650 mil y la de Vilcabamba 600 mil. El oro prevaleció, en los primeros años, hasta 1532, en que se descubrieron las primeras minas de plata en Nueva España y, en 1545, las de Potosí. León Pinelo calcula que las minas de oro del Perú, Nueva Granada y Nueva España daban al Rey un millón de pesos anuales. Desde la conquista hasta 1650 el oro indiano dio 154 millones de castellanos, o sea 308 millones de pesos de ocho reales, o sea quince mil cuatrocientos quintales de oro de pura ley. Según el economista Hamilton, el tesoro dramáticamente obtenido por los conquistadores fue "una bagatela" en comparación con los productos de las minas posteriores. Hasta el cuarto decenio del siglo XVII, el tesoro de las Indias se vertió en la metrópoli con caudal abundancia. La corriente de oro y plata disminuyó considerablemente, pero no cesó por completo.


lunes, 9 de diciembre de 2013

abundancia de oro en los palacios del inca

PALACIOS Y TESOROS INCAICOS
Tanto como el esplendor del Coricancha fue, a medida que crecía el poderío incaico, el fausto y el derroche en los palacios incaicos. El Inca y sus servidores resplandecen de oro y pedrerías. El Inca y su corte visten con camisetas bordadas de oro, purapuras, diademas y ojotas de oro. La vajilla del Inca y de los nobles es toda de oro. "Todo el servicio de la casa del rey –dice Cieza–,así de cántaros para su uso como de cocina, todo era de oro y plata". Beber en vaso de oro era hidalguía de señores y signo de paz. De oro eran los atambores y los instrumentos de música, engastados en pedrería. El Inca Pachacútec dio en usar, después de su triunfo, en vez de la borla de lana encarnada de sus antepasados, una mascapaicha cuajada de oro y de esmeraldas. El asiento del Inca o tiana, escaño o silla baja, que era de oro macizo de 16 quilates "guarnecido de muchas esmeraldas y otras piedras preciosas" y fue el trofeo de Pizarro en Cajamarca, valió 25 mil ducados de buen oro, según Garcilaso. La litera del Inca o andas cargadas por 25 hombres eran –según los cargadores del Inca, con quienes Cieza habló– tan ricas, "que no tuvieran precio las piedras preciosas tan grandes y muchas que iban en ellas, sin el oro de que eran hechas".
La opulencia de los palacios incaicos tendía, además, a ser eterna. No perece, y se dispersa como la de los monarcas occidentales, con la muerte. Cada Inca al morir deja intacto su palacio, con su vajilla y joyas que su sucesor no podrá tocar. El nuevo Inca deberá edificar nuevo palacio y mandar a los orfebres de todo el reino que le fabriquen nuevos cántaros y tupus y diademas. Cada palacio incaico queda, así, como un museo o joyel de los antiguos Incas: en él se custodia, además, por su clan o panaca, su busto o quaoqui fundido en oro, mientras su momia hace guardia junto a sus antecesores en la capilla del Sol del Coricancha. En Písac, en "una bóveda de tres salas", estaba el tesoro fabuloso de Pachacútec; en Chincheros el de Túpac Yupanqui y los de Huayna Cápac, en Caxana y en Yucay. El oro del triunfo se convierte, así, en oro ritual y en prisionero del fatum incaico; por ello, según el cronista Pedro Pizarro, "la mayor parte de la gente y tesoros y gastos y vicios estaba en poder de los muertos", al punto de que el Inca Huáscar, poseído de un demoníaco y fatídico propósito, anunció que habría de mandar enterrar a todos los bultos de los Incas, porque los muertos y no los vivos "tenían lo mejor de su reino".